
El soberano de un gran reino se encontraba ya en una avanzada edad y quería asegurarse
de que, antes de abandonar el mundo, le transmitía a su hijo una importante lección. A lo
largo de las épocas más difíciles de su reinado, aquello había sido clave para mantenerse
firme y conseguir que finalmente reinara en su país la paz y la armonía.
Por alguna razón, el joven príncipe no acababa de entender lo que su padre le decía.
—Sí, padre, comprendo que para ti es muy importante el equilibrio, pero creo que es más
importante la astucia y el poder.
Un día, cuando el rey cabalgaba con su corcel, tuvo una gran idea.
—Tal vez mi hijo necesita no que yo se lo repita más veces, sino verlo representado de
alguna manera. Llevado por un lógico entusiasmo, convocó a las personas más importantes
de su corte en el salón principal del palacio.
—Quiero que se convoque un concurso de pintura, el más grande e importante que se
haya nunca creado. Los pregoneros han de hacer saber en todos los lugares del mundo que
se dará una extraordinaria recompensa al ganador del concurso.
—Majestad
—preguntó uno de los nobles
—, ¿cuál es el tema del concurso?
—El tema es la serenidad, el equilibrio.
Sólo una orden os doy — dijo el rey—: bajo ningún concepto rechazaréis ninguna obra, por
extraña que os parezca o por disgusto que os cause.
Aquellos nobles se alejaron sin entender muy bien la sorprendente instrucción que el rey les
había dado. De todos los lugares del mundo conocido acudieron maravillosos cuadros.
Algunos de ellos mostraban mares en calma, otros cielos despejados en los que una
bandada de pájaros planeaba creando una sensación de calma, paz y serenidad.
Los nobles estaban entusiasmados ante cuadros tan bellos.
—Sin duda, su majestad el rey va a tener muy difícil elegir el cuadro ganador entre obras
tan magníficas. De repente, ante el asombro de todos, apareció un cuadro extrañísimo.
Pintado con tonos oscuros y con escasa luminosidad, reflejaba un mar revuelto en plena
tempestad en el que enormes olas golpeaban con violencia las rocas oscuras de un
acantilado. El cielo aparecía cubierto de enormes y oscuros nubarrones.
Los nobles semiraron unos a otros sin salir de su incredulidad y pronto irrumpieron en burlas
y carcajadas.
—Sólo un demente podría haber acudido a un concurso sobre la serenidad con un cuadro
como éste. Estaban a punto de arrojarlo fuera de aquella sala cuando uno de los nobles se
interpuso diciendo:
—Tenemos una orden del rey que no podemos desobedecer. Nos dijo que no se podía
rechazar ningún cuadro por extraño que fuese. Aunque no hayamos entendido esta orden,
procede de nuestro soberano y no podemos ignorarla.
—Está bien —dijo otro de los nobles—, pero poned este cuadro en aquel rincón, donde
apenas se vea. Llegó el día en el que su majestad el rey tenía que decidir cuál era el cuadro
ganador. Al llegar al salón de la exposición, su cara reflejaba un enorme júbilo y, sin
embargo, a medida que iba viendo las distintas obras su rostro transmitía una creciente
decepción.
—Majestad, ¿es que no os satisface ninguna de estas obras? — preguntó uno de los
nobles.
—Sí, si son muy hermosas, de eso no cabe duda, pero hay algo que a todas les falta.
El rey había llegado al final de la exposición sin encontrar lo que tanto buscaba cuando, de
repente, se fijó en un cuadro que asomaba en un rincón.
—¿Qué es lo que hay allí que apenas se ve?
—Es otro cuadro majestad.
—¿Y por qué lo habéis colocado en un lugar tan apartado?
—Majestad, es un cuadro pintado por un demente, nosotros lo habríamos rechazado, pero
siguiendo vuestras órdenes de aceptar todos los que llegaran, hemos decidido colocarlo en
un rincón para que no empañe la belleza del conjunto.
El rey, que tenía una curiosidad natural, se acercó a ver aquel extraño cuadro, que, en
efecto, resultaba difícil de entender. Entonces hizo algo que ninguno de los miembros de la
corte había hecho y que era acercarse más y fijarse bien.
Fue entonces cuando, súbitamente, todo su rostro se iluminó y, alzando la voz, declaró:
—Éste, éste es, sin duda, el cuadro ganador. Los nobles se miraron unos a otros pensando
que el rey había perdido la cabeza.
Uno de ellos, tímidamente, le preguntó:
—Majestad, nunca hemos discutido vuestros dictámenes, pero ¿qué veis en ese cuadro
para que lo declaréis ganador?
—No lo habéis visto bien, acercaos.
Cuando los nobles se acercaron, el rey les mostró algo entre las rocas. Era un pequeño
nido donde había un pajarito recién nacido. La madre le daba de comer, completamente
ajena a la tormenta que estaba teniendo lugar. El rey les explicó qué era lo que tanto
ansiaba trasmitir a su hijo el príncipe.
Conclusión
La serenidad no surge de vivir en las circunstancias ideales como reflejan los otros
cuadros con sus mares en calma y sus cielos despejados. La serenidad es la capacidad de
mantener centrada tu atención, en medio de la dificultad, en aquello que para ti es una
prioridad.